Tenía yo diecisiete años
cuando me senté en las duras butacas de madera del Cinema
Elíseos, el más bello de
Zaragoza. Quedé hipnotizado por la luz de una película, Las
amistades peligrosas, y la
actriz de mi juventud, nunca más bella, nunca más desgraciada, la
Michelle Pfeiffer que era Madame de Tourvel.
No siempre se aparecía
la Pfeiffer, que a todos nos había ya vuelto locos como Lady
Halcón, pero el Elíseos
cambió mi manera de ver el cine. Sus nuevas butacas, estrenadas
poco después con el Dave de
Kevin Kline, esperaban que de nuevo se produjeran nuevas visiones.
Sólo había que esperar un poco y los magos producirían el
encantamiento.
Lo de aquel cine era
increíble. De repente, me encontré ante el Azul
de Kieslowski, la libertad,
el cineasta que más me impresionó en los 90, bajo la forma de
Juliette Binoche. La música de Preisner hacía soñar con una
Europa solidaria y unida, libre.
Al instante, aparecía el
legendario Clint Eastwood, fotógrafo de Los
puentes de Madison y de Meryl
Streep. Revivía en su centenario Luis Buñuel al apagarse la
lámpara del techo del Elíseos, con Simón
del desierto. En 2002, la
Palma de Oro a la que robaron el Oscar, El
pianista de Polanski, me dejó
a la salida, caminando por Sagasta, más trastornado que nunca.
¿Cómo era posible una película así?
Pero pronto estaba de
nuevo en la fila de la taquilla, listo para ver Matchpoint,
de Woody Allen. Me encontré allí a Joaquín Aranda, el gran
crítico de Heraldo.
Sospechábamos que el cineasta neoyorkino nos tenía preparado algo
único. Recuerdo que hablamos de los cines de Zaragoza, de la
fortuna de tener (pensábamos que para siempre) el Elíseos en
Zaragoza. Sonreía, pero insistía en que sus salas favoritas eran
las cercanas al Parque Grande, las de Jean Renoir.
Fue
una delicia el visionado de Destino:
Woodstock
del gran Ang Lee, y fue una tarde inolvidable cuando salí del
Elíseos, del pase de Elegy
de
Isabel Coixet y me habían robado la rueda delantera de mi bicicleta,
aparcada allí cerca. Tuve que volver a mi barrio con ella a
cuestas.
Con
rueda nueva volví para ver La
cinta blanca de
Michael Haneke, y aplastado por la desaparición de Joaquín Aranda y
sus cines favoritos, para ver Renoir,
un
filme exquisito sobre el pintor Auguste y su hijo Jean. Elena y yo
nos dimos cuenta que estábamos poquitos en la sala, y menos todavía
al ver Marsella,
donde
los ojos de María León no tenían nada que envidiar a los de mi
recuerdo de la Pfeiffer.
Cerraron el Elíseos y
Zaragoza parecía callada, ausente, como si no adorara a su sala más
luminosa, su estrella legendaria, sus lámparas, su pequeña
pantalla, su magia. Parecía adorar a otros espacios que a mí me
parecían de una fealdad extraordinaria.
Un año después, Zaragoza sigue callada. Algunos seguiremos soñando con su recuperación, de nuevo, como Filmoteca, como sala de la ciudad, de la que pudo ser, una Zaragoza que no sea la Villa Paletón que entristecía a José Antonio Labordeta, sino una ciudad para quedarse siempre, para no tener que escapar de ella. La ciudad del mejor Cinema Elíseos.
Sergio
Casado, 9 Agosto 2015.