viernes, 5 de enero de 2018

Recuerdo de Jaime Migueiz

RECUERDO DE JAIME MIGUEIZ




¿Fue todo un sueño, Jaime? Quedé helado, aplastado, inmóvil, convencido de que tu desaparición demostraba, de nuevo, que no hay sentido alguno. Recordé la voz de la última vez que hablamos por teléfono, quince días antes, con la que tuve la impresión de una extrema fragilidad que quería dar imagen de fortaleza a pesar del temible enemigo, la Enfermedad.

He sido incapaz en estos días de acercarme al teclado para escribir sobre ti, querido compañero. Pero lo hago pensando en mi antigua posición en el cine, como acomodador, como portero, siempre en contacto con los espectadores, dialogando con ellos, en diferencia a la soledad del proyeccionista. Cuando comencé a trabajar como acomodador de los Cines Renoir Audiorama, en 2001, pronto quedé hipnotizado por la cabina del proyeccionista, que siempre fue tu cabina, tu oficio, desde el primer día, con la Familia de León de Aranoa, hasta el nefasto día de 2012 en que nuestro cine en Zaragoza desaparecía con la versión original de Las malas hierbas de Resnais. Viajaste desde Barcelona para estar presente en la última proyección, en el último sueño de aquella cabina cinematográfica de bobinas, platos, rodillos, ventanillas que arrojaban luz a la pantalla.

Pronto me quedó claro que el cine, también su espacio físico de paredes, butacas, bar, taquillas, proyectores... era para ti más que un trabajo. Era tu casa, tu hogar, tu refugio, tu templo. El cine era el lugar en el que estabas en tu horario y fuera de él, el lugar en que estaban los compañeros y donde había sueños, películas de las que alimentarse, con las que ilusionarse. Pero también había que tener películas alrededor en casa, en el coche, en cada rincón, en todas partes, siempre cerca. Había que estar siempre en el templo, hacer el propio templo.

Fue todo un sueño, Jaime. Pronto pasaban las películas, fuera una matinal de En construcción de Guerín, los colores vitalistas de Amelie o las risas del público con El hijo de la novia. Te fuiste a tu Barcelona, para seguir siendo proyeccionista de sueños, en el nuevo y espectacular Cine Renoir Floridablanca.

Sin darnos cuenta, nuestro cine barquito se iba haciendo viejito y desfasado ante nuevas arquitecturas y pronto quedó herido por problemas de comunicación y nuevos acorazados que nos lanzaban cohetes desde fuera e incluso desde dentro. Fue desmoronándose como un castillo de arena en la playa. Le arrancaron pantallas y las nuevas butacas de colores fueron desmanteladas por la empresa. Pero tú, nuestro detective, nos dijiste pronto donde estaban, siempre pendiente de cines olvidados o destruidos, siempre esperanzado en la resurrección de los cines.

Te vi en Barcelona, siempre anfitrión generoso, siempre pensando en mostrar la nueva Filmoteca de Cataluña o en que viera los recovecos del Floridablanca. Pero yo ya era otro, ausente, sin mi cine. Aprendí de ti que debía tener el cine cerca si acechaba la soledad. Pero también el luminoso Floridablanca era un sueño. Te lo arrebataron. La Enfermedad te encarceló y te dejó sin tu cine, pero no podían quitártelo y por eso te pregunté por teléfono si tenías cine cerca en aquella prisión. Me tranquilizaste: tenías tu pequeño aparato de DVD y tus compañeros te llevaban películas. En la última conversación, te pregunté si necesitabas que te enviara un cartucho de películas en DVD. No hacía falta. Tenías munición de sobra para seguir disparando al inmenso enemigo desde tu fuerte, desde tu cine pequeñito. Hasta el final, en el dolor de una recuperación espejismo, en el desánimo, en una jornada seguramente aterradora, estaba cerca una película para ir viendo cada día, para fundirse en ella, como cinéfilo, como hijo del cine, para ser cine, ilusión, sueño.

Recordándote, Jaime, escribiendo sobre ti, cuando lea estas líneas, te mantendré ahí bien vivo, en forma de sueño, en forma de cine. Todo era un sueño.


Sergio Casado, Enero 2018.